miércoles, 29 de junio de 2011

Breve historia de la Liturgia de las Horas.



Uno de los aspectos más valiosos que pueden apreciarse en lo que es el Oficio Divino es el hecho de su propia historia en tanto proveniente de una misma  tradición, la del pueblo de Israel. La oración de la comunidad judía y cristiana que se reúne para dirigirse a Dios, brota de la misma fuente. Los salmos y cánticos celebrados en el Templo de Jerusalén,  conforman el Salterio, corazón de la oración de las Horas.

Los primeros cristianos se reúnen en determinados momentos del día para la oración en comunidad; sus apóstoles y discípulos habían visto en más de una oportunidad al mismo Señor en oración cada día (Cf. Marcos 1, 35-36; Lucas 4, 42). Desde aquí, la Liturgia de las Horas bebe de la Oración del Señor, desde su entrega y su escucha, desde su silencio y su alabanza.

La koinonía griega es comunidad, ahora ya enlazada por la fe en Dios y en Cristo, fortalecida y vivificada por la oración en común y por el compartir lo propio. Esto ha permanecido hasta nuestros días. La Iglesia apostólica ha sabido arraigar en las primeras comunidades cristianas de la diáspora y más allá de esta, la oración como encuentro con Dios y con los hermanos (Cf. Hechos 1,14; 2, 42; 4,24; 12,5.12; Efesios 5, 19-21). Este es el carácter eclesial de la oración.


Las primeras comunidades monásticas cristianas hacen patente lo que en el siglo VI san Benito expresará con la máxima latina “Ora et labora” (Reza y trabaja) y con la sistematización del Oficio Divino; la Edad Media enraizará la recitación de los salmos pero a su vez añadirá devociones que no permitían una oración unificada y compartida por los distintos pueblos. Será el Concilio Tridentino en el siglo XVI quien intentará reorganizar el corpus de la Liturgia de las Horas y Pío V poco tiempo más tarde quien lo lleve a término. 


Hoy, comenzando el siglo XXI, tras medio siglo de la celebración del Concilio Vaticano II y a cuarenta años de la Constitución Apostólica Laudis Cánticum con la que se promulga el Oficio Divino reformado por mandato del Concilio, se alcanza progresivamente la conciencia en el Pueblo de Dios, de que la Oración de la Liturgia de las Horas no es para unos pocos, sino que es oración de todos los cristianos, de todos los bautizados; y que a su vez, es oración para todos y por todos los hombres y la Creación.


Es esta la buena noticia pero también el desafío: la oración y la vida van juntos y no por caminos distintos; la oración eclesial prepara y  nutre nuestra oración personal. Es un llamado, siguiendo al Congreso de Aparecida (Brasil) para ser discípulos misioneros de Cristo desde nuestra vocación particular, mediante la oración perenne y la acción constante.

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