domingo, 16 de diciembre de 2012

El silencio en la Liturgia de las Horas.


Cuando la voz deja su canto, y el silencio sobreviene, nos invade el que posibilita un sentido nuevo a la oración. El silencio en la oración de la Liturgia de las Horas es ese elemento sutil que matiza y pinta entre antífonas y estrofas de cánticos y salmos, todo el conjunto de la oración. Pero vivimos en la liturgia de las Horas, un silencio por demás particular y que pasamos por alto más de una vez: el silencio que media la salmodia con la lectura breve. Ese simple instante del que podemos hacer un momento de radical valencia en la oración.

El hecho de que las lecturas breves no se anuncian (como sí lo hacen las lecturas largas del Oficio de Lectura), sino que directamente se proclaman (pasado un momento del canto de la última antífona), le otorga verdaderamente un toque especialmente fuerte a la celebración del Oficio. La voz de la alabanza deja lugar al silencio. Es momento de la escucha, es momento de que Dios hable. Es, por tanto, momento para el silencio y la apertura. La dirección que ahora adquiere la oración es otra. Los hijos le hemos alabado a nuestro Padre; ahora nuestro Padre, con cuyas palabras hemos hecho nuestra alabanza, habla a sus hijos. 

De aquí que el silencio ante la lectura breve de la Palabra de Dios no sólo es de especial importancia luego de la proclamación de ésta, sino antes de la misma. La salmodia da paso al silencio, a la apertura para preparar el corazón, para dejarse formar por el Señor como vasijas de humilde barro. "Ahora te escuchamos, Padre..."

El silencio previo al "arribo" de la Palabra es de una importancia tal que nos permite "sentir" este arribo, nos pone en consonancia para vivenciar realmente el Oficio como diálogo con Dios. El silencio se corta. La Palabra arriba, llega, pone su morada en nosotros. Es, sencillamente, un delicado instante en un encuentro que vivifica.

El silencio posterior a la lectura de la Palabra no es igual al silencio que le ha precedido, pues ya ha sido configurado y transformado por la Palabra que ha arribado. La Palabra no vuelve al Padre sin antes haber fecundado nuestra tierra (Cf. Isaías 55, 11).

Sencillamente, aquellos son los silencios del corazón. Los silencios del corazón de Cristo orante al Padre, a quien nos unimos por su Espíritu en cada Hora. Son los silencios del corazón que ora alabando, y que se detiene para orar escuchando. Que ora meditando y que jamás se detiene, para vivir orando.

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